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Ago 22, 2023 313 0 Joshua Glicklich
Encuentro

Susurro de Dios

A las seis y media, cuando todavía estaba completamente oscuro y hacía un frío congelante, Joshua Glicklich escuchó un susurro, un susurro que lo devolvió a la vida.

Mi educación fue muy típica como la de cualquier muchacho del norte, aquí en el Reino Unido. Asistí a una escuela católica donde recibí mi primera comunión. Me enseñaron la fe católica y acudíamos a la iglesia muy a menudo. Cuando llegué a los 16 años, tuve que buscar dónde continuar mi educación, y elegí seguir mis estudios no en un sexto grado católico, sino en una escuela secular. Fue entonces cuando comencé a perder la fe.

Ya no formaba parte de mi educación el constante empujón de los maestros y sacerdotes para amar a Dios y profundizar en mi fe. Llegué a la universidad, y fue allí donde mi fe resultó realmente probada. En mi primer semestre me la pasé de fiesta en fiesta, asistiendo a toda clase de eventos, y no tomé las mejores decisiones. Cometí algunos errores realmente graves, como salir a beber hasta Dios sabe qué hora de la mañana y viviendo una vida sin sentido. Ese enero, los estudiantes regresaron de sus vacaciones del primer semestre, pero yo regresé un poco antes.

Ese día inolvidable en mi vida, me desperté como a las seis y media de la mañana. Estaba completamente oscuro y helado. Incluso los zorros que solía ver fuera de mi habitación permanecieron en sus madrigueras; era así de frío y horrible. Percibí una voz inaudible dentro de mí. No fue un codazo o un empujón que me hubiera resultado incómodo; se sintió más bien como un silencioso susurro de Dios diciendo: “Joshua, te amo; eres mi hijo… vuelve a mí.” Podría haberme alejado fácilmente de eso y haberlo ignorado por completo. Sin embargo, recordé que Dios no abandona a sus hijos, no importa cuán lejos nos hayamos desviado.

Aunque estaba granizando, caminé a la iglesia esa mañana. Mientras ponía un pie delante del otro, pensé: “¿Qué estoy haciendo?, ¿a dónde voy?» Sin embargo, Dios me impulsaba a caminar hacia adelante, y así llegué a la iglesia para la misa de las ocho en ese frío día invernal. Por primera vez desde que tenía unos 15 o 16 años, dejé que las palabras de la misa lavaran mi ser. Escuché el Sanctus: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios del universo…» Justo antes de eso, el sacerdote dijo: “en unión a los coros de los ángeles y los santos…” Puse mi corazón en ello y me enfoqué en la oración. Sentí ángeles descender sobre el altar hacia la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Recuerdo haber recibido la Sagrada Eucaristía y haber pensado: “¿Dónde he estado y qué ha sido toda mi vida si no ha sido para Él?”. Al recibir la Eucaristía, me inundó un torrente de lágrimas. Me di cuenta de que estaba recibiendo el cuerpo de Cristo. Él estaba allí dentro de mí y yo era su tabernáculo, su lugar de descanso.

A partir de entonces comencé a asistir regularmente a la misa estudiantil. Conocí a muchos católicos que amaban su fe. A menudo recuerdo la cita de Santa Catalina de Siena: “Sé quien Dios te ha destinado a ser y encenderás el mundo en llamas”. Eso es lo que vi en esos estudiantes: Vi al Señor dejando que estas personas fueran quienes deberían ser. Dios los guió suavemente como un Padre; estaban prendiendo fuego al mundo; estaban evangelizando al dar a conocer su fe a otros en el campus, compartiendo las Buenas Nuevas. Quería involucrarme, así que me hice parte de la capellanía de la universidad. Durante ese tiempo, aprendí a amar mi fe y a expresarla a los demás de una manera que no era despótica sino a la manera de Cristo.

Unos años más tarde, me convertí en el presidente de la Sociedad Católica. Tuve el privilegio de guiar a un grupo de estudiantes en el desarrollo de su fe. Durante ese tiempo, mi fe creció; me convertí en acólito. Fue entonces cuando llegué a conocer a Cristo, estando cerca del altar. El sacerdote dice las palabras de la transubstanciación, y el pan y el vino se convierten en el verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo. Como acólito, todo esto sucedía justo frente a mí: Mis ojos se abrieron al milagro absoluto que sucede en todas partes, en cada misa, en cada altar.

Dios respeta nuestro libre albedrío y el camino de la vida que emprendemos. Sin embargo, para llegar al destino correcto tenemos que elegirlo a Él. Recuerda que no importa cuánto nos hayamos alejado de Dios, Él siempre está ahí con nosotros, caminando a nuestro lado y guiándonos al lugar correcto. No somos más que peregrinos en un viaje al Cielo.

EL ARTÍCULO está basado en el testimonio dado por Joshua Glicklich para el programa “U-Turn” (Tu Regreso) de Shalom World (Mundo Shalom). Para ver el episodio visita: shalomworld.org/show/u-turn

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