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Oct 20, 2018 3961 0 Bryan Thatcher
Encuentro

UN MILAGRO DE LA DIVINA MISERICORDIA

Me quedé allí observando mientras miles de personas de todas las clases caminaban por el atrio entrando y saliendo de aquel majestuoso Santuario; pero lo que más llamó mi atención fueron los pobres- que no eran pocos- vestidos con ropas muy humildes y sencillas, todos acompañados por niños; se les veía por todas partes visitando a Nuestra Señora, comiendo tacos y sobre todo….sonriendo, sonriendo como niños. “¿Por qué están tan contentos?” me pregunté.

Había llegado a la Ciudad de México en 1991 para asistir a una conferencia médica y me había dado el tiempo para ir a visitar el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. La imagen de nuestra bendita Madre que se imprimió en la tilma de un indio hecha con fibras de maguey hace 500 años es verdaderamente impresionante. Pero lo que más cautivó mi atención Por Dr. Bryan Thatcher fue todo ese gentío dentro y fuera de la Basílica. No podía comprender cómo yo, un médico exitoso con una prestigiosa práctica médica en Florida, EUA, encontraba la felicidad tan evasiva mientras que aquella gente pobre la irradiaba en el rostro.

Lo tenía todo y, sin embargo, no tenía nada. A pesar del dinero, del nivel social, de las posesiones materiales y una hermosa familia, no encontraba satisfacción personal. El hecho de tener una hermosa esposa, tres hijos, y ser católico de nacimiento, debería haber constituido el compás de mi vida; sin embargo, en ese momento me encontraba en un camino que me llevaba directo al desastre. Atrapado en un estilo de vida de mujeres, materialismo y trabajo extremo, me estaba hundiendo rápidamente. Hay un refrán que dice: “Tu pecado te encontrará tarde o temprano” y, gracias a Dios, el mío me alcanzó, porque si bien en ese momento no podía ver con tanta claridad, el hecho de verme confrontado con mis asuntos, hizo que los últimos trozos de mi vida comenzaran a desenrollarse, y ahora que lo recuerdo me doy cuenta que no estaba pensando de una forma correcta. Mi vida tan torcida tenía que desenredarse ante mis ojos antes de que pudiera volver a caminar y andar derecho con mi familia y con Dios.

TOCANDO FONDO

Cuando toqué fondo me sentía ansioso y deprimido, y me preguntaba cómo podría jamás reconstruir mi vida con quien yo era. ¿Cómo podríamos Susan y yo comenzar a construir una nueva relación con los escombros de mi pasado? Fue durante ese tiempo que un amigo me mandó los mensajes y la devoción a La Divina Misericordia, y uno de los folletos explicaba que Santa Faustina Kowalska, una monja polaca (canonizada en el 2000 como la primer Santa del Tercer Milenio), había escrito un diario en el que registraba sus experiencias místicas –en particular el deseo de Jesucristo de que el mundo aceptara su insondable misericordia.

Cuando leí el pasaje donde Jesús dice: “Mientras mayor sea el pecador, más derecho tiene a Mi misericordia” (Diario de Sta. Faustina, 723), mi alma se llenó de gran remordimiento y gratitud al mismo tiempo. Lágrimas de tristeza brotaron de mis ojos como un río como si estuviera desechando la pus de las heridas de pecado. Leí aquellas palabras una y otra vez, y me di cuenta de que en lo más oscuro del pecado había ayuda, incluso para mí.

La Divina Misericordia de Jesucristo se convirtió en un salvavidas que me mantuvo a flote evitando que me hundiera en un mar de miseria. Más tarde, en ese mismo año de 1992, Susan y yo asistimos a unas pláticas matrimoniales y poco a poco, con la gracia de Dios, comenzamos a construir un matrimonio sólido. Ambos nos unimos al Ministerio de La Divina Misericordia donde tuvimos oportunidad de compartir nuestra propia historia y difundir el mensaje de La Divina Misericordia a muchas personas, así como la verdadera Presencia de Jesús en la Santa Eucaristía.

Al principio balanceaba mi práctica médica con mi voluntariado en el Ministerio, pero después de cinco años sentí el fuerte llamado de dejar la medicina. Lloré el día que escribí al Consejo Médico renunciando a mi licencia y mi práctica médica, pero en mi corazón creía rotundamente que Dios me estaba llamando a salirme de un ministerio de sanación para entrar en otro, del físico al espiritual.

Si bien es cierto que mi renuncia significaba hacer grandes cambios en nuestro estilo de vida, Susan y yo decidimos que podríamos subsistir con nuestros ahorros. Siendo un camino totalmente nuevo en nuestra vida, sabíamos que teníamos que confiar plenamente en Dios.

CONFIANDO EN LA MISERICORDIA DE DIOS

El 9 de Septiembre de 1995 nació el fruto de un matrimonio ya sanado: Juan Pablo. Desde el principio fue especial, pues nació luchando con la vida: se puso azul por no poder respirar. Oramos intensamente y Juan Pablo pronto se estabilizó recuperándose por completo. Estando en la habitación del hospital un amigo que distribuía la Santa Comunión entró y exclamó: “¡Wow! ¿qué pasó? Puedo sentir la presencia de Dios.”

Comprendí en mi corazón cómo Dios realmente nos había bendecido. Mis tres hijos mayores, Andrea de trece años, Bryan de once y Patricia de ocho, no siempre comprendieron totalmente el cambio radical de ser hijos de un doctor renombrado, a ser los hijos de alguien dedicado a una vida sencilla de servicio a Dios; sin embargo, con toda seguridad se beneficiaron de nuestro matrimonio renovado y de mi compromiso paternal como la vocación santa que es.

Catorce meses después, a principios de Noviembre, regresaba a casa después de haber asistido a una conferencia en la mañana. Esa noche se celebraría una Misa en la casa, y pese a que había dormido muy poco, me desperté temprano para arreglar algunas cosas afuera de la casa. Salí al patio trasero, abrí la reja que da a la alberca y me dirigí hacia el jardín. El pequeño Bryan de pronto me gritó desde la entrada para que lo ayudara a prender la podadora. Después de ayudarlo me acordé que era hora de llevar a Andrea a su práctica de natación. Subimos al auto con Patricia y salimos apresurados.

Cuando íbamos de camino, recibí una llamado en mi celular de Bryan: “Papá” dijo con voz entrecortada, “Juan Pablo está muerto. Alguien dejó abierta la reja de la alberca.” Susan había encontrado a Juan Pablo sin vida; no respiraba y no se le sentían latidos en el corazón, pero como Susan es enfermera, ya le estaba dando RCP (reanimación cardiopulmonar) de boca a boca en un esfuerzo por bombear el corazón del pequeño cuerpo de Juan Pablo que apenas tenía 14 meses y que respirara.

Les dije a las niñas lo que había pasado, rezamos un Ave María y nos encaminamos de regreso a casa entre lágrimas y oraciones silenciosas. “Jesús, ten misericordia de Juan Pablo y de mí,” gritaba mi corazón desde el fondo. La culpa me rebasaba mientras imaginaba a mi pequeño hijo indefenso ahogándose en el fondo de la alberca, todo porque yo había dejado la reja abierta. Juan Pablo formaba parte de mi sanación, un hijo de la promesa para Susan y para mí. “Jesús ¿por qué nos lo habrías de quitar ahora?” lloraba con todo el corazón.

Estábamos en un alto y yo me sentía desesperado, cuando de pronto se me vino a la cabeza la historia bíblica del Génesis cuando a Abraham se le pide ofrecerle a Dios a su hijo Isaac. “Dios, ¿me estás pidiendo a mi hijo?” pregunté mientras mi corazón se rompía en pedazos. Era el momento de la verdad para mí: llevaba 4 años predicando confianza en La Divina Misericordia de Dios y aquí me “topaba con el gran desafío”: Dios me estaba pidiendo que confiara profundamente en Él. Quería que mi pequeño viviera; lo amaba con todo mi corazón. ¿Podría aceptar la voluntad de Dios si eso significaba nunca volver a abrazar a Juan Pablo en esta vida?

“Jesús,” dije orando en silencio, “confío en ti en todas las situaciones. Me someto a tu voluntad sea cual sea.” Y aunque no entendía por qué Dios se llevaría a mi hijo en ese momento, se lo ofrecí de vuelta y le agradecí el tiempo que nos había permitido estar con él. Le dije a Jesús que ponía en Él toda mi confianza y que yo sólo quería que se hiciera su voluntad.

Todo esto me hizo reflexionar en la fe tan profunda que debió haber tenido Abraham cuando se le pidió que sacrificara a su hijo Isaac. Después de mi ofrecimiento, me vino una gran paz.

Cuando llegamos a la casa estaba también estaba llegando el equipo de emergencias. Juan Pablo estaba abotagado y sin respuesta, pero Susan le había sentido un ligero pulso después de haberle aplicado la RCP. ¡Yo estaba estático! ¡Aún había esperanza!

Llegando al hospital le llamé a mi hermana que vive en otra ciudad pidiéndole oraciones por Juan Pablo en su grupo de oración que se reunía esa noche. Durante las siguientes 36 horas la claridad mental de Juan Pablo comenzó a mejorar a cada hora y a los dos días fue dado de alta totalmente normal.

Un par de semanas después, durante la celebración familiar del Día de Gracias, vi a mi hermana que me dijo: “Nunca te conté esta historia, pero a la mañana siguiente de que se reunió nuestro grupo de oración, una amiga mía, Irma, me llamó para decirme que sabía que Juan Pablo se iba a recuperar pues esa mañana mientras oraba había tenido una visión de Abraham ofreciéndole a Dios a su hijo Isaac, y a Jesús, La Divina Misericordia, en medio de la escena regresándole a Abraham a su hijo.” De inmediato las lágrimas escurrieron por mis mejillas, y le contesté: “bueno, déjame decirte el resto de la historia…”

Me siento feliz de decirles que Juan Pablo, nuestro hijo de la promesa, es ahora un saludable joven de 18 años. Y el resto de la historia es que verdaderamente jamás he vuelto a ser el mismo desde aquella lección de confianza en Jesús. De hecho, “La Divina Misericordia como forma de vida” se suma a la misión de los Apóstoles Eucarísticos de la Divina Misericordia (EADM por sus siglas en inglés), que es un ministerio laico de ayuda que fundé en 1996, el mismo año que casi perdí a mi hijo.

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Bryan Thatcher

Bryan Thatcher Extracto de Amazing Grace for the Catholic Heart (Increíble gracia para el corazón católico) escrita por Jeff Cavins, Matthew Pinto y Patti Armstrong. Reimpreso con licencia. Para mayor información sobre EADM, visita www.TheDivineMercy.org/EADM.

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