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Nov 17, 2020 783 0 Joan Harniman
Disfrutar

LA MÁS GRANDE LECCIÓN

¿Quién querría aprender algo de su enemigo? ¿Cómo pueden las dificultades ser nuestras maestras—desde perder algunas de nuestras libertades, como tener que dejar nuestro hogar, hasta las pérdidas más trágicas en la vida?

¿Nos podemos referir a la Santa Misa como “Un Milagro Mundano”? Este oxímoron católico podría describir el hermoso sacramento de la Eucaristía. Después de todo, podemos recibir a nuestro Señor Resucitado en este sacramento a diario. Los católicos en estado de gracia pueden recibir este don tan extraordinario simplemente al hacer la fila para recibir la Comunión, luego de haber ayunado por lo menos durante una hora. No se requiere ningún boleto de pase ni prueba de autenticidad, solo necesitamos que nuestra consciencia nos diga que estamos libres de algún pecado grave. Así pues, el milagro en que Dios se da a Sí mismo a la humanidad se recibe de forma mundana. Luego, Covid-19 entró a nuestro mundo.

En tus fantasías más locas, ¿alguna vez imaginaste que el gobierno ordenaría que las iglesias cerraran sus puertas? ¿Que no habría misa dominical, ni misa diaria en nuestras parroquias? Pero gracias a Dios, la tecnología permitió que nuestros valientes y equipados sacerdotes pudieran transmitir las misas en vivo. La mesa de mi cocina se convirtió en un espacio sagrado donde la Palabra de Dios era escuchada desde mi teléfono. Nuestros sacerdotes predicaban la homilía, consagraban el pan y el vino y lo convertían en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, y nos permitieron recibir la comunión espiritual en todas nuestras iglesias domésticas, es decir nuestros hogares.

Pero los días se convirtieron en meses y comenzamos a sentir hambre. Deseábamos recibir la Eucaristía sacramentalmente, pero este deseo no podía ser satisfecho. Por primera vez en mi vida, y me atrevo a decir que en la suya propia también, nos dimos cuenta de cómo la ausencia de la Eucaristía puede afectarnos. El milagro mundano se convirtió en el milagro anhelado.

Aunque los restaurantes estaban cerrados, podíamos pedir comida a domicilio. Lentamente, bajo reglamentos estatales estrictos, volver a comer dentro de los restaurantes fue permitido. Más maravilloso que eso, la misa diaria, y luego la misa dominical fue retomada con fieles, utilizando mascarilla y guardando el distanciamiento social. Luego de ochenta y ocho días de no recibir la Eucaristía sacramentalmente, estaba muriendo de hambre por Nuestro Señor Resucitado. Yo, junto con muchos otros fieles, recibí la Eucaristía con los ojos llenos de lágrimas y aquel anhelo que finalmente había sido satisfecho. Estaba tan agradecida de poder volver a reunirme con mi querido Amigo que dio Su vida por mí. Solo unos cortos minutos después de meditar en la entrega de Nuestro Señor y Su don de Sí mismo en la Eucaristía me hizo dejar atrás todo el tiempo que estuvimos separados.

Luego me di cuenta de la gran lección que nos deja el Covid-19: la Eucaristía fue el mejor alimento durante el confinamiento, mucho mejor que la comida a domicilio. Cuando la Eucaristía es plenamente recibida y consumida, satisface un corazón hambriento que sale al mundo luego de que termina la misa. Y esta comida debe ser entregada. Oro a Dios para poder Llevarlo a otras personas en la forma en la que Él me envíe. Y una y otra vez, el proceso de repite: Recibirlo y Llevarlo “a domicilio” a nuestro mundo hambriento y necesitado.

Luego de que el sacerdote da la bendición final, podemos irnos. No, me corrijo; podemos irnos pero “con Dios para llevar”, listos y preparados para entregar la mejor comida a domicilio posible. Así que tenemos que estar listos para entregar una sonrisa, una palabra amable, una mano de ayuda, un regalo necesario de alimento, consuelo y ayuda de corazón. Dios nos ayudará a ver dónde estará destinada esta entrega especial. Es gracioso cómo aprendemos de los sucesos más extraños de nuestras vidas. O quizás, en los días más oscuros, buscamos más intensamente la luz y Dios nos alumbra con Su entendimiento.

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Joan Harniman

Joan Harniman is a retired teacher. She has co-authored two books of Biblical plays, skits, and songs, and has published articles in Catechist and teacher magazines, as well as Celebrate Life magazine. She lives in New York with her husband, children, and five grandchildren.

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