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Cuando la pandemia inició, sacudió nuestras vidas, nuestros hogares y nuestra realidad como si fuera un huracán. De repente, frases como “distanciamiento de dos metros”, “lávate las manos”, “quédate en casa”, “no recibas visitas” se volvieron cotidianas. Sentimos temor sobre el futuro, recelo hacia la persona que pasaba cerca de nosotros o miedo del escozor en la garganta que sentimos al despertar en las mañanas.
¿Será que tengo Covid-19? ¿La tiene mi esposo? ¿Está en mi casa? El miedo y la ansiedad se apoderaron de las personas. “Te enfermarás y morirás solo, sin que tu familia pueda acompañarte. No podrás alimentar a tu familia ni pagar tus cuentas”, decían algunos. Las noticias sobre las últimas medidas de restricción y predicciones de cifras de mortalidad llenaron nuestras redes sociales, aumentando nuestro pánico mientras esta condena invisible nos amenazaba desde todos los ángulos. ´Sobreviviremos esto´; ´Estamos juntos en esto´ nos decían, pero ¿Dónde está Dios? ¿Por qué ocurrió todo esto?
Hace muchos años, fui vencida por el miedo y sumergida dentro de una angustia indescriptible. Un neurólogo pediatra nos dijo a mi esposo y a mí que nuestro hijo de año y medio podría morir de una rara enfermedad y que no había nada que pudiéramos hacer al respecto. Sus palabras me destruyeron. Me llevaron a desarrollar una profunda desesperación, que me hizo arrodillarme y rogarle a Dios por la vida de mi hijo. En una búsqueda desesperada por oraciones, milagros y esperanza, pedí el asesoramiento de un sacerdote local que me aconsejó aprender a orar y enseñarle a mi familia cómo hacerlo. No fue el consuelo que estaba buscando.
Mi esposo y yo buscamos al mejor especialista del mundo en esta enfermedad en particular. Nos dijo muy directamente “No sabemos qué causa esta condición, así que no existe una cura, pero intentaré ayudarlos.” Hospitalizaron a mi hijo en un hospital pediátrico de Chicago, a dos mil millas de distancia de nuestra casa donde nuestra lucha continuaba. Un día, mi hijo se desmayó luego de haber sido puncionado una decena de veces en un intento fallido de colocarle una línea intravenosa.
Me desplomé en el suelo sollozando, y una mujer me tomó de los brazos para levantarme. Sus ojos estaban llenos de amor y compasión mientras me preguntó “¿Desayunaste esta mañana? ¿Te pusiste tu maquillaje?“
La miré incrédula. ¿Acaso estaba bromeando? “No” Le respondí.
“¿Qué tiene tu hijo?” Me preguntó. Cuando le conté, me dijo “Bien, tienes esperanza” y entonces abrió la cortina de la camilla de al lado, que dejó al descubierto a un niño de unos 12 años. “Este es mi hijo Charles. Tiene un tumor cerebral doble. Acaban de operarlo, pero no pudieron extirpar el tumor. La operación lo ha dejado mudo.”
“¿Qué harán con él?” Pregunté en un suspiro.
“Nada. Le han dado dos meses de vida.” Reveló la mujer. Estaba impactada, pero ella continuó su relato. “Yo me levanto todas las mañanas, me pongo mi maquillaje y tomo mi desayuno, no por mí sino por este niño, y oro diciendo estas palabras: Gracias Jesús porque tengo a mi hijo Charles hoy. Eso es todo lo que importa.”
Su historia me dejó sin palabras. Esa mujer no tenía razón para guardar las esperanzas, pero aún así lo hacía. Yo, que sí tenía razón para tener esperanza, era un desastre. En los siguientes ocho días, la vi ir de cuarto en cuarto, llevando alegría y esperanza a otras familias sufrientes. Era increíble. ¿Cómo tenía la fortaleza para hacer eso mientras su hijo estaba mudo en esa cama de hospital, donde mi hijo le hablaba incesantemente sobre Star Wars?
Regresamos a casa luego de que los médicos decidieran implantarle de forma quirúrgica un catéter de infusión a mi hijo para que pudiera recibir sus medicamentos tres veces a la semana, luego de lo cual se nos citó para regresar a Chicago a ver a su doctora. Desde casa, mi esposo le envió a Charles una gorra de futbol americano firmada por el equipo Gators, ya que habíamos descubierto que Charles amaba a dicho equipo. Tristemente, no tuvimos respuesta de Charles o su mamá.
Cuando nuestro hijo finalmente empezó a mejorar, me mantuve en oración. Nuestros sueños y ambiciones pasadas habían desaparecido. Nos mantuvimos expectantes, viendo a nuestro hijo mejorar, tener recaídas, mejorar de nuevo, volver a recaer. Una y otra vez, de un lado a otro, observando, orando, esperando…
Unos dos años después, mientras estábamos en el pasillo del hospital esperando los resultados de laboratorio de mi hijo, escuché que alguien llamaba mi nombre. Me volví hacia la voz que me llamaba, y me alegré mucho de ver… a ¡Charles y su madre! Él corrió hacia nuestro hijo, lo levantó y le dio vueltas diciendo “No podía hablarte antes, pero ahora sí puedo”. Su madre me miró con lágrimas en los ojos y me dijo “No es el mejor de su equipo de basquetbol ni un estudiante de A, pero,Gracias Jesús. Tengo a mi Charles hoy y eso es todo lo que importa.” Ni siquiera un tumor cerebral doble fue lo suficientemente grande para detener la voluntad de Dios. Me maravillé de la Fe de esta mujer, y pensé en las palabras de las Escrituras.
¿Acaso no te has enterado?
El Señor es el Dios eterno,
el creador de los confines de la tierra.
No se cansa ni se fatiga,
y su inteligencia es insondable.
Él fortalece al cansado
y acrecienta las fuerzas del débil.
Aun los jóvenes se cansan, se fatigan,
y los muchachos tropiezan y caen;
pero los que confían en el Señor
renovarán sus fuerzas;
volarán como las águilas:
correrán y no se fatigarán,
caminarán y no se cansarán.
Isaías 40: 28-31
Se suponía que mi hijo no llegaría a cumplir 4 años, pero los cumplió. Luego fue al jardín niños y a la escuela primaria. Se graduó con honores de la escuela secundaria. Hoy día está culminando su doctorado en Teología. Ha estado enfermo intermitentemente toda su vida, así que yo siempre he permanecido en oración. El sacerdote con el que hablé aquella vez tenía razón. El sufrimiento me ha mantenido en oración y me ha enseñado lo pequeña que soy, el poco control que tengo sobre los acontecimientos, y sobre todo, me ha mostrado las cosas que son realmente importantes. Mi vida no es la vida que imaginé para mí, pero cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que fui bendecida abundantemente a través de este sufrimiento. Enterneció mi corazón y me reveló que sin importar lo que venga y lo desesperante que parezca ser una situación, puedo confiar en la bondad de Dios para que cuide de mí y de mi familia.
Rosanne Pappas is an artist, author, and speaker. Pappas inspires others as she shares personal stories of God’s grace in her life. Married for over 35 years, she and her husband live in Florida, and they have four children.
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