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¿Qué haces cuando un extraño llama a tu puerta? ¿Qué pasa si el extraño resulta ser una persona difícil?
Aquel hombre pronunció su nombre con énfasis, en español, con cierto orgullo y dignidad, para que pudiéramos recordar quién era él : José Luis Sandoval Castro. Él llegó a nuestra puerta en la iglesia católica de San Eduardo en Stockton, California, un domingo por la noche, cuando estábamos celebrando la fiesta de nuestro santo patrón. Alguien lo había dejado en nuestro barrio, una comunidad relativamente pobre y de clase trabajadora. Al parecer, la música y la multitud de personas lo atrajeron como un imán a los terrenos de nuestra parroquia.
Era un hombre de orígenes misteriosos: no sabíamos cómo llegó a la iglesia, ni mucho menos quién era o dónde estaba su familia. Lo que sí sabíamos era que tenía 76 años, usaba lentes, vestía un chaleco de color claro, muy gastado, y tiraba de su equipaje de mano. Llevaba un documento del Servicio de Inmigración y Naturalización que le otorgaba permiso para ingresar al país desde México. Pero le habían robado sus documentos personales y no llevaba consigo ninguna otra identificación.
Nos pusimos a explorar y descubrir quién era José Luis, sus raíces, sus familiares, y si tenían algún contacto con él. Era de una ciudad llamada Los Mochis, en el estado de Sinaloa, México.
La ira, rudeza y el veneno brotaban de su boca. Afirmó que sus familiares lo habían estafado y le habían robado su pensión en Estados Unidos, donde había trabajado durante años, mientras iba y venía a México. Los familiares con los que nos contactamos afirmaron que intentaron ayudarlo en varias ocasiones, pero él no dejaba de llamarlos ladrones.
¿En quién podíamos confiar? Lo único que sabíamos era que teníamos en nuestras manos a un vagabundo errante de México, y no podíamos abandonarlo ni dejarlo en la calle, así anciano y enfermo como se encontraba. Un pariente dijo fría y cruelmente: «dejen que se las arregle por sí mismo en las calles».
Era un hombre fanfarrón, bravucón y tosco, pero mostraba signos de vulnerabilidad una y otra vez. Sus ojos se llenaban de lágrimas y el ahogaba el sollozo mientras nos contaba cómo la gente lo había ofendido y traicionado. Parecía estar completamente solo, abandonado por los demás.
La verdad es que no era fácil ayudarlo. Era malhumorado, testarudo y orgulloso. La avena estaba pegajosa o no lo suficientemente suave, el café era demasiado amargo y no lo suficientemente dulce. Encontraba fallas en todo. Era un hombre con un gigantesco resentimiento sobre sus hombros, enojado y decepcionado de la vida.
“La gente es mala y miserable, te va a hacer daño», lamentó.
A eso, le respondí que también había ‘gente buena’. Estaba en la arena del mundo donde el bien y el mal se cruzan, donde las personas con bondad y amabilidad se mezclan, como el trigo y la paja del Evangelio.
No importaban sus defectos, no importaba su actitud o su pasado, sabíamos que debíamos acogerlo y ayudarlo como a uno de los hermanos y hermanas más pequeños de Jesús.
«Cuando recibiste a un extraño, a mí me recibiste». Estábamos mostrándole a Jesús mismo, abriéndole las puertas de la hospitalidad.
Lalo López, uno de nuestros feligreses que lo acogió por una noche, lo presentó a su familia y lo llevó al juego de béisbol de su hijo, observó: «Dios nos está probando para ver cuán buenos y obedientes somos, como hijos suyos».
Durante varios días, lo alojamos en la rectoría. Estaba débil y escupía flema todas las mañanas. Era obvio que ya no podía deambular y andar a la deriva libremente como estaba acostumbrado a hacer en sus días de juventud. Tenía la presión arterial alta, más de 200. En una visita a Stockton, dijo que fue golpeado en la nuca cerca de una iglesia del centro de la ciudad.
Uno de sus hijos en Culiacán, México, dijo: “él me engendró» pero que realmente no lo había conocido como un padre, ya que nunca estuvo cerca, siempre estaba viajando, dirigiéndose a “El Norte”.
La historia de su vida comenzó a ser conocida. Había trabajado cosechando cerezas en el campo, hacía muchos años. También había vendido helados frente a una iglesia local tiempo atrás. Él era, citando la canción clásica de Bob Dylan, «como alguien sin dirección a casa, como un completo desconocido, como una piedra rodante».
Así como Jesús dejó atrás a las 99 ovejas para rescatar a una oveja descarriada, así también nosotros dirigimos nuestra atención a este hombre, aparentemente rechazado por los suyos. Le dimos la bienvenida, lo alojamos, lo alimentamos y nos hicimos sus amigos. Conocimos sus raíces y su historia, su dignidad y el carácter sagrado de él como persona, y no lo vimos como un desecho más en las calles de la ciudad.
Su difícil situación fue difundida en Facebook por una mujer que transmite para México, mensajes de video de personas desaparecidas.
La gente preguntaba: «¿Cómo podemos ayudar?»
Un hombre respondió: “Yo pagaré su pasaje de vuelta a casa».
José Luis, un hombre sin educación, rudo y poco refinado, vino a nuestra fiesta parroquial, y por la gracia de Dios tratamos, de alguna manera, de emular el ejemplo de la Santa Madre Teresa, que acogió a los pobres, a los cojos, a los enfermos y a los marginados del mundo en su círculo de amor, el banquete de la vida.
En palabras de san Juan Pablo II, “la solidaridad con los demás no es un sentimiento de vaga compasión o de profunda angustia ante la desgracia de los demás. Es un recordatorio de que nos comprometemos con el bien de todos porque todos somos responsables los unos de los otros”.
Padre Alvaro Delgado was born in South America. His family moved to the United States when he was seven. After working as a newspaper reporter for about 17 years, he was ordained to the priesthood in 2002 and has since served in the diocese of Stockton in California.
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