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El ruido de una alarma interrumpió el sonido de la noche; me desperté con un sobresalto, y mi primera reacción fue de frustración; pero a medida que el tiempo pasaba y la alarma continuaba sonando, me di cuenta de que algo estaba mal.
Más por curiosidad que por valentía, salí para dar un vistazo. Vi a mi vecino John trabajando bajo el capó de su carro, y le pregunté si escuchó la alarma; pero al parecer no le había prestado atención. Él simplemente se cruzó de brazos y dijo: “Esas cosas suenan todo el tiempo… se apagará sola en unos minutos.”
Yo estaba muy confundido: “Pero ¿qué pasaría si alguien entró en la casa?”, pregunté.
“En ese caso, si ellos tienen su servicio de alarma por alguna compañía, alguien tendría que venir para revisar, pero probablemente no sería nada. Como te dije, esas cosas suenan todo el tiempo por las razones más extrañas; relámpagos, carros ruidosos… y tantas cosas más.”
Caminé de regreso a mi casa y me quedé observando el panel de la alarma sobre la pared cerca de nuestra puerta principal, mientras me preguntaba: “¿De qué sirve una alarma si nadie le presta atención?”
¿Cuántas veces el mensaje del Evangelio se proclama a través de los vecindarios o de las ciudades como una voz que clama en el desierto, como una alarma que anuncia un peligro inminente en medio de la noche? “Vuelvan su mirada a Dios,” nos exhorta, “arrepiéntanse y busquen su misericordia.”
Muchos de nosotros simplemente nos cruzamos de brazos, damos la vuelta y continuamos “husmeando” dentro del capó de nuestros carros; contentos con nuestros estilos de vida, relaciones y en nuestra zona de confort.
“¿Acaso no la escuchas?” pregunta alguien de vez en cuando; probablemente la respuesta es: “La he escuchado desde que era niño, pero no te preocupes, en algún momento sola se apaga.”
“Busquen al Señor ahora que lo pueden encontrar, llámenlo ahora que Él está cerca” (Is 55,6).
Richard Maffeo was born into a Jewish home; after thirty-three years in evangelical Protestant churches, he was received into the Catholic Church in 2005. He lives with his wife, Nancy, in Georgia.
Si no hubiera pasado por esa oscuridad, no estaría donde estoy ahora. Mis padres realmente querían tener una familia, pero mi mamá no pudo quedar embarazada hasta los 40 años. Yo era su bebé milagro, nacida en su cumpleaños, exactamente un año después de que completara una novena especial para pedir un hijo. Y al año siguiente, me regalaron un hermanito. Mi familia era católica nominal; íbamos a la misa del domingo y recibíamos los sacramentos, pero no había nada más. Cuando tenía alrededor de 11 o 12 años, mis padres se alejaron de la Iglesia y mi vida de fe hizo una pausa increíblemente larga. Una agonía insoportable La adolescencia estuvo llena de presión, mucha de la cual me puse yo misma. Me comparaba con otras chicas; no estaba contenta con mi apariencia. Era muy tímida y ansiosa. Aunque sobresalía académicamente, la escuela se me hacía difícil porque era muy ambiciosa. Quería salir adelante, demostrarle a la gente que podía ser exitosa e inteligente. No teníamos mucho dinero como familia, así que pensé que estudiar bien y conseguir un buen trabajo lo resolvería todo. Al contrario, me puse cada vez más triste. Iba a eventos deportivos y celebraciones, pero al día siguiente me despertaba sintiéndome vacía. Tenía algunos buenos amigos, pero ellos también tenían sus propias luchas. Recuerdo intentar apoyarlos y terminar cuestionándome el porqué de todo el sufrimiento a mi alrededor. Estaba perdida, y esta tristeza me hacía encerrarme y hacerme chiquita en mí misma. A los 15 años, caí en el hábito de autolesionarme; como me di cuenta más tarde, a esa edad no tenía la madurez ni la capacidad de hablar sobre lo que sentía. A medida que la presión se intensificaba, varias veces cedí a pensamientos suicidas. Durante una hospitalización, uno de los médicos me vio en tanta agonía que me dijo: "¿Crees en Dios? ¿Crees en algo después de la muerte?" Me pareció la pregunta más extraña; pero esa noche, recuerdo haber reflexionado sobre ella. Fue entonces cuando clamé a Dios por ayuda: "Dios, si existes, por favor ayúdame. Quiero vivir, me gustaría pasar mi vida haciendo el bien, pero ni siquiera soy capaz de amarme a mí misma. Todo lo que hago termina en agotamiento si no tengo un sentido para todo esto." Una mano amiga Comencé a hablar con la Virgen María, con la esperanza de que tal vez ella pudiera entenderme y ayudarme. Poco después, una amiga de mi madre me invitó a ir a una peregrinación a Medjugorje. Realmente no quería ir, pero acepté la invitación más por la curiosidad de conocer un nuevo país y un clima agradable. Rodeada de gente que rezaba el Rosario, ayunaba, subía montañas e iba a misa; me sentía fuera de lugar, pero a la vez un poco intrigada. Era la época del Festival Católico Juvenil, y había alrededor de 60,000 jóvenes allí, asistiendo a misa y a la adoración, rezando el Rosario todos los días; no porque los obligaran, sino con alegría, por puro deseo. Me preguntaba si estas personas tenían familias perfectas que les hacían realmente fácil creer, aplaudir, bailar y todo eso. La verdad es que dentro de mí, ¡anhelaba esa alegría! Mientras estábamos en la peregrinación, escuchamos los testimonios de muchachas y muchachos en una Comunidad cercana llamada “Cenacolo”, y eso realmente cambió las cosas para mí. En 1983, una monja italiana fundó la Comunidad “Cenacolo” para ayudar a los jóvenes cuyas vidas habían tomado un mal camino. Ahora, la organización se puede encontrar en muchos países del mundo. Escuché la historia de una chica de Escocia que tenía problemas de drogas; ella también había intentado quitarse la vida. Pensé para mí misma: "Si ella puede vivir tan felizmente, si puede salir de todo ese dolor y sufrimiento y creer genuinamente en Dios, tal vez haya algo en eso para mí también." Otra gran gracia que recibí cuando estuve en Medjugorje fue que me confesé por primera vez en muchos años. No sabía qué esperar, pero ir a confesarme y finalmente decirle en voz alta a Dios todas las cosas que me habían lastimado, todo lo que había hecho para lastimar a los demás y a mí misma, fue un enorme peso quitado de mis hombros. Sentí paz y me sentí lo suficientemente limpia como para comenzar de nuevo. Regresé conmovida y comencé la universidad en Irlanda, pero lamentablemente no tuve el apoyo adecuado, y terminé nuevamente en el hospital. Encontrando el camino Al darme cuenta de que necesitaba ayuda, regresé a Italia y me uní a la Comunidad Cenacolo. No fue fácil. Todo era nuevo: el idioma, las oraciones, las personalidades diferentes, las culturas. Pero había algo auténtico en ese lugar. Nadie trataba de convencerme de nada; todos vivían su fe a través de la oración, el trabajo y la amistad verdadera, y eso los sanaba. Vivían en paz y con alegría, y era real, no algo fingido. Yo los veía todo el día, todos los días, y eso era lo que yo quería. Lo que realmente me ayudó en esos días fue la Adoración al Santísimo Sacramento. No sé cuántas veces lloré frente a la Eucaristía. No tenía a un terapeuta hablándome ni nadie me daba medicamentos, pero sentía como si me estuvieran limpiando. En la comunidad no había nada particularmente especial, excepto la presencia de Dios. Otra cosa que me ayudó mucho a salir de la depresión fue el comenzar a servir a los demás. Mientras más me enfocaba en mí misma, en mis propias heridas y problemas, más me hundía. La vida comunitaria me obligó a salir de mí misma, mirar a los demás y tratar de darles esperanza, la esperanza que estaba encontrando en Cristo. Me ayudó mucho cuando otras jóvenes llegaban a la comunidad, chicas con problemas similares a los míos o incluso peores. Las cuidaba, trataba de ser una hermana mayor e incluso a veces una madre para ellas. Empecé a pensar en lo que mi madre habría pasado conmigo cuando me autolesionaba o estaba triste. A menudo hay una sensación de impotencia; pero con la fe, aun cuando no puedes ayudar a alguien con tus palabras, puedes hacerlo de rodillas. He visto el cambio en tantas chicas y en mi propia vida gracias a la oración. No es algo místico ni algo que pueda explicar teológicamente, pero la fidelidad al rosario, la oración y los sacramentos ha cambiado mi vida y la de muchas otras personas, y nos ha dado nuevas ganas de vivir. Compartiendo mi alegría Regresé a Irlanda para estudiar enfermería; de hecho, más que una carrera, sentía profundamente que era así como quería vivir mi vida. Ahora vivo con jóvenes, algunos de los cuales están pasando por lo mismo que yo a su edad: luchando contra la autolesión, la depresión, la ansiedad, el abuso de sustancias o la impureza. Siento que es importante contarles lo que Dios hizo en mi vida, así que a veces durante la comida les digo que realmente no podría hacer este trabajo, ver todo el sufrimiento y el dolor, si no creyera que hay algo más en la vida que solo la muerte después de una enfermedad. La gente a menudo me dice: " tu nombre es Joy (Alegría), te queda perfecto; ¡eres tan feliz y sonriente!". Me río por dentro y pienso: "¡Si supieran de dónde viene!" Mi alegría surgió del sufrimiento; por eso es una alegría verdadera. Se mantiene incluso cuando hay dolor. Y quiero que los jóvenes tengan la misma alegría porque no es solo mía, es una alegría que viene de Dios, y esta disponible para que todos la puedan experimentar. Solo quiero poder compartir esta alegría infinita de Dios para que otros sepan que se puede atravesar el dolor, la miseria y las dificultades, y aún así salir de ellas, agradecidos y llenos de gozo con nuestro Padre.
By: Joy Byrne
MoreMi nueva heroína es la Madre Alfred Moes. Me doy cuenta de que no es un nombre familiar, incluso entre los católicos; pero ella debería de serlo. Ella apareció en mi radar solo hasta después de que me convertí en el obispo de la Diócesis de Winona-Rochester, donde la Madre Alfred realizó la mayor parte de su trabajo y donde además fue sepultada. Su historia está llena de un coraje sobresaliente, fe, perseverancia y un espíritu puro de determinación. Créeme, una vez que te adentres en los detalles de sus aventuras, se te vendrán a la mente un sin número de otras Madres católicas: Cabrini, Teresa, Drexel y Angélica, por nombrar algunas. La Madre Alfred nació como María Catherine Moes, en Luxemburgo, en 1828. De niña quedó fascinada con la posibilidad de hacer trabajo misionero entre los pueblos nativos de Norte América. En consecuencia, viajó con su hermana al Nuevo Mundo en 1851. Primero se unió a la escuela de Hermanas de Notre Dame in Milwaukee, pero luego se cambió con las Hermanas de la Santa Cruz en La Porte, Indiana, un grupo asociado con el Padre Sorin, fundador de la Universidad de Notre Dame. Después de haber tenido un desacuerdo con sus superiores, un hecho bastante típico para una joven tan luchadora y segura de sí misma, se dirigió hacia Joliet, Illinois, donde se convirtió en la superiora de una nueva congregación de Hermanas Franciscanas, adoptando el nombre de “Madre Alfred”. Cuando el Obispo Foley de Chicago trató de interferir con las finanzas y con los proyectos de construcción de su comunidad, ella “partió hacia pastos más verdes” en Minnesota, donde el Gran Arzobispo de Irlanda la acogió y le permitió establecer una escuela en Rochester. Fue en este pequeño pueblo del sur de Minnesota donde Dios comenzó a obrar poderosamente a través de ella. En 1883, un terrible tornado arrasó Rochester, matando a muchos y dejando a otros más sin hogar y en la indigencia. Un médico local, William Worrall Mayo, se encargó de atender a las víctimas del desastre. Abrumado por el número de víctimas, se contactó con las Hermanas de la Madre Alfred para que lo ayudaran. A pesar de que eran maestras y no enfermeras, y de que no tenían alguna capacitación formal en medicina, ellas aceptaron la misión. Justo después del desastre, la Madre tranquilamente informó al doctor Mayo que había tenido una visión en la que un hospital sería construido en Rochester, no nada más para servir a la comunidad local sino para servir a todo el mundo. Asombrado por esta propuesta totalmente irreal, el Doctor Mayo le dijo a la Madre Alfred que necesitaría recaudar la cantidad de 40,000 dólares (una cifra astronómica para la época y el lugar), para poder construir una instalación de ese tipo. Ella, a su vez, le dijo al doctor que, si lograba recaudar los fondos para construir el hospital, esperaba que él y sus dos hijos que también eran médicos, trabajaran ahí. En un corto periodo de tiempo, ella consiguió el dinero, y se estableció el hospital de Santa María. Estoy seguro de que ya habrás adivinado, que esta fue la semilla a partir de la cual crecería la poderosa Clínica Mayo, un sistema hospitalario que, de hecho, como la Madre Alfred había visualizado tiempo atrás, sirve al mundo entero. Esta intrépida monja continuó con su trabajo como constructora, organizadora y administradora, no solamente del hospital que había fundado, sino de otras instituciones del Sur de Minnesota, hasta su muerte en 1899, a la edad de 71 años. Hace apenas unas semanas, escribí acerca de la necesidad apremiante de sacerdotes en nuestra diócesis, e invité a todos a formar parte de una misión para incrementar el numero de vocaciones al sacerdocio. Con la Madre Alfred en mente, ¿podría aprovechar la ocasión para pedir más vocaciones de mujeres a la vida religiosa? De alguna manera, las últimas tres generaciones de mujeres han tenido una tendencia a ver la vida religiosa como algo indigno de ser considerado. El número de monjas se ha desplomado desde el Concilio Vaticano II, y la mayoría de los católicos, cuando se les pregunta acerca de esto, probablemente dirían que ser una hermana religiosa no es una perspectiva viable en nuestra era feminista. ¡Que tontería! La Madre Alfred, dejó su hogar siendo una mujer muy joven, cruzó el océano hacia una tierra extranjera, se convirtió en religiosa, siguió sus instintos y su sentido de misión, incluso cuando la llevó a tener conflictos con superiores poderosos, incluidos varios obispos, inspiró al Dr. Mayo a establecer el más impresionante centro médico del planeta y presidió el desarrollo de una orden de hermanas que construyeron y dotaron de personal a numerosas instituciones de salud y enseñanza. Ella fue una mujer de una extraordinaria inteligencia, empuje, pasión, coraje e inventiva. Si alguien le hubiera sugerido que estaba viviendo de una manera indigna deacuerdo a sus dones y por debajo de su valor como mujer, me imagino que ella tendría algunas palabras para responder. ¿Estas buscando una heroína feminista? Puedes quedarte con Gloria Steinem; yo me dejaré inspirar por la Madre Alfred cada día de la semana. Así que, si conoces a una joven mujer que pudiera ser una buena religiosa, que está marcada por la inteligencia, energía, creatividad y la capacidad de levantarse, comparte con ella la historia de la Madre Alfred Moes. Y dile que ella podría aspirar a ese mismo tipo de heroísmo.
By: Obispo Robert Barron
MoreA principios de 1900, el Papa León XIII solicitó a la congregación de Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón que fueran a los Estados Unidos para dar la atención necesaria a un número significativo de italianos que habían migrado hacia allá. La fundadora de la congregación, la Madre Cabrini, deseaba hacer una misión en China, pero obedientemente escuchó el llamado de la Iglesia y se embarcó en un largo viaje a través del mar. Como casi se ahogó cuando era niña, tenía un gran miedo al agua. Aun así, en obediencia, ella cruzó al otro lado del mar. Al llegar, ella y sus hermanas se encontraron con que su ayuda financiera no había sido autorizada y que no tenían dónde vivir. Estas fieles hijas del Sagrado Corazón perseveraron y comenzaron a servir a las personas marginadas. En pocos años, su misión entre los inmigrantes floreció tan fructíferamente que, hasta su fallecimiento, esta monja con fobia al agua realizó 23 viajes transatlánticos alrededor del mundo, fundando centros educativos y sanitarios en Francia, España, Gran Bretaña y América del Sur. Su obediencia y atención al llamado misionero de la Iglesia fueron recompensadados eternamente. Hoy en día, la Iglesia la venera como patrona de los inmigrantes y de los administradores de hospitales.
By: Shalom Tidings
More¿Qué haces cuando un extraño llama a tu puerta? ¿Qué pasa si el extraño resulta ser una persona difícil? Aquel hombre pronunció su nombre con énfasis, en español, con cierto orgullo y dignidad, para que pudiéramos recordar quién era él : José Luis Sandoval Castro. Él llegó a nuestra puerta en la iglesia católica de San Eduardo en Stockton, California, un domingo por la noche, cuando estábamos celebrando la fiesta de nuestro santo patrón. Alguien lo había dejado en nuestro barrio, una comunidad relativamente pobre y de clase trabajadora. Al parecer, la música y la multitud de personas lo atrajeron como un imán a los terrenos de nuestra parroquia. Revelando la verdad Era un hombre de orígenes misteriosos: no sabíamos cómo llegó a la iglesia, ni mucho menos quién era o dónde estaba su familia. Lo que sí sabíamos era que tenía 76 años, usaba lentes, vestía un chaleco de color claro, muy gastado, y tiraba de su equipaje de mano. Llevaba un documento del Servicio de Inmigración y Naturalización que le otorgaba permiso para ingresar al país desde México. Pero le habían robado sus documentos personales y no llevaba consigo ninguna otra identificación. Nos pusimos a explorar y descubrir quién era José Luis, sus raíces, sus familiares, y si tenían algún contacto con él. Era de una ciudad llamada Los Mochis, en el estado de Sinaloa, México. La ira, rudeza y el veneno brotaban de su boca. Afirmó que sus familiares lo habían estafado y le habían robado su pensión en Estados Unidos, donde había trabajado durante años, mientras iba y venía a México. Los familiares con los que nos contactamos afirmaron que intentaron ayudarlo en varias ocasiones, pero él no dejaba de llamarlos ladrones. ¿En quién podíamos confiar? Lo único que sabíamos era que teníamos en nuestras manos a un vagabundo errante de México, y no podíamos abandonarlo ni dejarlo en la calle, así anciano y enfermo como se encontraba. Un pariente dijo fría y cruelmente: "dejen que se las arregle por sí mismo en las calles". Era un hombre fanfarrón, bravucón y tosco, pero mostraba signos de vulnerabilidad una y otra vez. Sus ojos se llenaban de lágrimas y el ahogaba el sollozo mientras nos contaba cómo la gente lo había ofendido y traicionado. Parecía estar completamente solo, abandonado por los demás. La verdad es que no era fácil ayudarlo. Era malhumorado, testarudo y orgulloso. La avena estaba pegajosa o no lo suficientemente suave, el café era demasiado amargo y no lo suficientemente dulce. Encontraba fallas en todo. Era un hombre con un gigantesco resentimiento sobre sus hombros, enojado y decepcionado de la vida. “La gente es mala y miserable, te va a hacer daño", lamentó. A eso, le respondí que también había 'gente buena'. Estaba en la arena del mundo donde el bien y el mal se cruzan, donde las personas con bondad y amabilidad se mezclan, como el trigo y la paja del Evangelio. Más que una bienvenida No importaban sus defectos, no importaba su actitud o su pasado, sabíamos que debíamos acogerlo y ayudarlo como a uno de los hermanos y hermanas más pequeños de Jesús. "Cuando recibiste a un extraño, a mí me recibiste". Estábamos mostrándole a Jesús mismo, abriéndole las puertas de la hospitalidad. Lalo López, uno de nuestros feligreses que lo acogió por una noche, lo presentó a su familia y lo llevó al juego de béisbol de su hijo, observó: "Dios nos está probando para ver cuán buenos y obedientes somos, como hijos suyos". Durante varios días, lo alojamos en la rectoría. Estaba débil y escupía flema todas las mañanas. Era obvio que ya no podía deambular y andar a la deriva libremente como estaba acostumbrado a hacer en sus días de juventud. Tenía la presión arterial alta, más de 200. En una visita a Stockton, dijo que fue golpeado en la nuca cerca de una iglesia del centro de la ciudad. Uno de sus hijos en Culiacán, México, dijo: “él me engendró" pero que realmente no lo había conocido como un padre, ya que nunca estuvo cerca, siempre estaba viajando, dirigiéndose a “El Norte”. La historia de su vida comenzó a ser conocida. Había trabajado cosechando cerezas en el campo, hacía muchos años. También había vendido helados frente a una iglesia local tiempo atrás. Él era, citando la canción clásica de Bob Dylan, "como alguien sin dirección a casa, como un completo desconocido, como una piedra rodante". Así como Jesús dejó atrás a las 99 ovejas para rescatar a una oveja descarriada, así también nosotros dirigimos nuestra atención a este hombre, aparentemente rechazado por los suyos. Le dimos la bienvenida, lo alojamos, lo alimentamos y nos hicimos sus amigos. Conocimos sus raíces y su historia, su dignidad y el carácter sagrado de él como persona, y no lo vimos como un desecho más en las calles de la ciudad. Su difícil situación fue difundida en Facebook por una mujer que transmite para México, mensajes de video de personas desaparecidas. La gente preguntaba: "¿Cómo podemos ayudar?" Un hombre respondió: “Yo pagaré su pasaje de vuelta a casa". José Luis, un hombre sin educación, rudo y poco refinado, vino a nuestra fiesta parroquial, y por la gracia de Dios tratamos, de alguna manera, de emular el ejemplo de la Santa Madre Teresa, que acogió a los pobres, a los cojos, a los enfermos y a los marginados del mundo en su círculo de amor, el banquete de la vida. En palabras de san Juan Pablo II, “la solidaridad con los demás no es un sentimiento de vaga compasión o de profunda angustia ante la desgracia de los demás. Es un recordatorio de que nos comprometemos con el bien de todos porque todos somos responsables los unos de los otros”.
By: Padre Alvaro Delgado
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