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Dondequiera que estén y hagan lo que hagan, están irrevocablemente llamados a esta gran misión en la vida.
A mediados de los años ochenta, el director australiano Peter Weir realizó su primera película estadounidense; un exitoso thriller, “Witness” (Testigo en peligro), protagonizado por Harrison Ford. La película trata sobre un joven que es testigo del asesinato de un oficial de policía encubierto, en manos de compañeros de trabajo corruptos; el joven se esconde en una comunidad Amish para protegerse. A medida que se desarrolla la historia, él recuerda lo que sucedió juntando las piezas y luego le cuenta al personaje de Ford llamado John Book (nótese el simbolismo del Evangelio, ya que su nombre podría traducirse como “Juan Libro”). La película demuestra la travesía de un testigo: ve, recuerda y cuenta.
Jesús se mostró a su círculo más íntimo para que la verdad de su resurrección llegara a todo el mundo a través de ellos. Abrió la mente de sus discípulos al misterio de su muerte y resurrección diciendo: «Ustedes son testigos de estas cosas» (Lucas 24,48). Habiéndolo visto con sus propios ojos, los apóstoles no podían permanecer en silencio ante esta increíble experiencia.
Lo que es verdad para los apóstoles también lo es para nosotros porque somos miembros de la Iglesia: el cuerpo místico de Cristo. Jesús comisionó a sus discípulos: «Vayan pues, y hagan discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28,19). Como discípulos misioneros testificamos que Jesús está vivo. La única manera en que podemos abrazar esta misión con entusiasmo y firmeza es ver a través de los ojos de la fe: que Jesús ha resucitado, que está vivo y presente dentro y entre nosotros. Eso es lo que hace un testigo.
Volviendo atrás, ¿cómo se «ve» a Cristo resucitado? Jesús nos instruyó: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto». (Juan 12,23-24.) En pocas palabras, si realmente queremos «ver» a Jesús, si queremos conocerlo profunda y personalmente, y si queremos comprenderlo, debemos mirar al grano de trigo que muere en la tierra; en otras palabras, tenemos que mirar la cruz.
La señal de la cruz marca un cambio radical de ser una referencia personal (ego-drama) a ser centrada en Cristo (theo-drama). En sí misma, la cruz sólo puede expresar amor, servicio y entrega sin reservas. Es sólo a través de la entrega en sacrificio de uno mismo para la alabanza y la gloria de Dios y el bien de los demás, que podemos ver a Cristo y entrar en el amor trinitario. Sólo de esta manera podemos ser injertados en el «árbol de la vida» y «ver» verdaderamente a Jesús.
Jesús es la vida misma. Y estamos programados para buscar la vida porque estamos hechos a imagen de Dios. Es por eso que nos sentimos atraídos a Jesús: para «ver» a Jesús, encontrarlo, conocerlo y enamorarnos de Él. Esa es la única manera en que podemos ser testigos fieles de Cristo Resucitado.
También nosotros debemos responder con el testimonio de una vida que se da en el servicio, una vida que se ha modelado en el camino de Jesús, que es una vida de entrega sacrificial por el bien de los demás, recordando que el Señor vino a nosotros como siervos. En términos prácticos, ¿cómo podríamos vivir una vida tan radical? Jesús dijo a sus discípulos: «Recibirán poder cuando el Espíritu Santo haya venido sobre ustedes; y ustedes serán mis testigos» (Hechos 1,8). El Espíritu Santo, tal como lo hizo en el primer Pentecostés, libera nuestros corazones encadenados por el miedo. Él vence nuestra resistencia de hacer la voluntad de nuestro Padre, y nos da poder para dar testimonio de que Jesús ha resucitado, que está vivo y que está presente ahora y para siempre.
¿Cómo lo hace el Espíritu Santo? Renovando nuestros corazones, perdonando nuestros pecados e infundiéndonos los siete dones que nos permiten seguir el camino de Jesús.
Es solo a través de la cruz de la semilla escondida, lista para morir, que podemos realmente «ver» a Jesús y, por lo tanto, dar testimonio de Él. Sólo a través de este entrelazamiento de la muerte y la vida podemos experimentar la alegría y la fecundidad de un amor que brota del corazón de Cristo resucitado. Es solo a través del poder del Espíritu que alcanzamos la plenitud de la vida que Él nos regaló. Por lo tanto, mientras celebramos Pentecostés, resolvámonos por el don de la fe a ser testigos del Señor resucitado y llevar los dones pascuales de alegría y paz a las personas con las que nos encontramos. ¡Aleluya!
Diácono Jim McFadden ministro en la Iglesia Católica de San Juan Bautista en Folsom, California. Sirve en la formación en la fe de adultos, preparación bautismal y dirección espiritual.
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