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Una noche fría de mi infancia, mi padre me enseñó a encender una fogata…
Ya sea una noche de otoño inusualmente fresca, o la fragancia del humo que salía de una chimenea que se usaba a menudo, la variedad de colores del follaje otoñal o incluso el tono de la voz de alguien… estos detalles sensoriales aparentemente pequeños, a menudo me provocan el recuerdo vívido de un momento que ocurrió hace mucho tiempo.
¿Por qué tenemos esos recuerdos? ¿Sirven como una forma de evitar errores cometidos anteriormente? ¿Dios nos dio recuerdos para que pudiéramos tener rosas en diciembre? ¿O podría ser algo mucho más profundo? ¿Son semillas de contemplación en las que debemos detenernos, reflexionar, meditar en oración y contemplar?
Cuando tenía nueve años, tal vez diez, mi familia y yo llegamos a casa en una noche de otoño muy fría. Mi madre le pidió de inmediato a mi padre que encendiera la fogata. Como era uno de mis pasatiempos favoritos, me quedé ansiosamente a su lado para observar. Mientras que el recuerdo de otras fogatas son solo memorias borrosas de detalles insignificantes, éste permanece vívidamente presente en lo más profundo de mi mente. Incluso lo recuerdo palabra por palabra.
Mi padre abrió la estufa de leña, tomó el atizador y comenzó a quitar las cenizas. Recuerdo que, curioso, le pregunté: «¿Por qué quitas todas las cenizas?». Inmediatamente, mi padre respondió: «Al quitar las cenizas, mato dos pájaros de un tiro. Aíslo las brasas y, al mismo tiempo, permito que el oxígeno fluya más libremente».
«¿Por qué es tan importante?». Mi padre dejó de trabajar y me miró balanceándose sobre las puntas de los pies en una posición agachada. Pasaron unos momentos mientras pensaba en mi pregunta. Luego me llamó para que me acercara. Cuando me acerqué, me entregó el atizador y casi susurró: «Hagámoslo juntos».
Tomé la varilla de metal y me guió frente a él. Envolvió sus manos sobre las mías y comenzó a guiar mis movimientos. La ceniza siguió cayendo por la rejilla y lo que quedó atrás fue un pequeño montón de brasas. Mi padre me preguntó: «¿Sientes mucho calor?»
Me reí y dije: «¡No, papá! ¡Claro que no!»
Mi padre se rió entre dientes y luego respondió: «¡Me imagino que no! Ciertamente, como están, no van a calentar la casa, pero observa lo que sucede cuando hago esto». Dejó el atizador, se colocó más cerca de la estufa y comenzó a soplar con fuerza sobre las brasas. De repente, comenzaron a brillar de un rojo intenso. Mi padre entonces dijo: «Toma, inténtalo tú». Emulé sus acciones y soplé tan fuerte como pude. Asimismo, las brasas se volvieron de un rojo vibrante por un breve instante. Mi padre preguntó: «Ves la diferencia, pero ¿también sentiste la diferencia?»
Sonriendo, respondí: «¡Sí! ¡Estuvo caliente por un segundo!”
«Exactamente», intervino mi padre: «Retiramos las cenizas para que el oxígeno pueda alimentar las brasas. El oxígeno es absolutamente necesario; las brasas arden más, como viste. Luego alimentamos el fuego con otros objetos inflamables pequeños, comenzamos con los de menor tamaño y luego pasamos a objetos más grandes».
Mi padre me indicó que sacara periódicos y palitos de la caja de leña. Mientras tanto, fue a la terraza lateral y recogió varias tablas y troncos más grandes. Luego arrugó el periódico y lo colocó sobre la pequeña pila de brasas. Luego me indicó que soplara sobre la pila como lo había hecho antes. «¡Sigue! ¡No pares! ¡Ya casi lo logras!», me animó mi padre, hasta que de repente y de manera igualmente sorprendente, el periódico se incendió. Sobresaltado salté un poco hacia atrás, pero luego me calmé por la ráfaga de calor que también sentí.
En ese momento, recuerdo haber sonreído de oreja a oreja, y mi padre que también sonreía, me indicó: «Ahora, podemos comenzar a agregar elementos un poco más grandes. Empezaremos con estas ramitas y demás. Se encenderán como el papel. Observa…” Efectivamente, al cabo de unos momentos, las ramitas ardían. El calor era considerable. Mi padre añadió troncos pequeños y tablas de vallas viejas y esperó como antes. Yo tuve que dar marcha atrás porque el calor era insoportable de cerca. Finalmente, 30 o 40 minutos después, el fuego estaba literalmente rugiendo cuando mi padre puso el tronco más grande. Y dijo: “Con estos, el fuego arderá durante varias horas durante la noche. Has aprendido que lo más difícil es encender el fuego. Una vez que arde, es fácil mantenerlo encendido siempre que lo alimentes y permitas que el oxígeno avive las llamas. Un fuego sin oxígeno, sin combustible, se extingue”.
El deseo de Dios está escrito en el corazón humano. El hecho de que los seres humanos estén hechos a imagen y semejanza de Dios da como resultado una brasa, un deseo de felicidad que yace en cada uno de nosotros. Esta brasa nunca se puede extinguir, pero si no se cuida, deja a su dueño infeliz y sin propósito. Quitamos las cenizas (a través del Bautismo) y permitimos que el amor de Dios avive la llama. Nuestro deseo más profundo comienza a oxigenarse y comenzamos a sentir los efectos del amor de Dios.
A medida que el amor de Dios estimula el fuego interior para que crezca, requiere sustento: una elección activa diaria para encender la llama. La Palabra de Dios, la oración, los sacramentos y las obras de caridad mantienen la llama bien alimentada. Si no recibimos ayuda, nuestras llamas se reducen una vez más a una brasa que lucha por arder, hambrienta del oxígeno que solo Dios puede proporcionar.
Nuestro libre albedrío nos permite decir «sí» a Dios. Esto no sólo satisface nuestro deseo individual innato de felicidad, sino que nuestro “sí” puede incluso encender el deseo de conversión de otra persona, dando validez a las palabras de san Ignacio: “Ve y enciende al mundo entero”.
Aleksie Ivanovich is supported by his family and friends in his effort to make the best of his incarceration. He is part of the Catholic Prison Ministry and seeks to inspire others to realize they are never out of the reach of God's mercy and love.
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