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Imagínate que un esquiador callejero se te viene de frente mientras estás manejando en tu carril; te desvías a un lado para evitarlo, te acercas demasiado a un auto que está estacionado a un lado de la carretera y ¡Oh, no! Escuchas el sonido de algo raspándose… ¿Qué harías?
A veces, un invierno perpetuo se apodera de mi estado aun cuando es tiempo de primavera. Aquel año, como a mediados de marzo, las nevadas intermitentes nos tenían arando y removiendo nieve de nuestros garajes hacia la calle y las áreas de estacionamiento. Esto hacía que los vehículos estacionados, aunque se acercaran lo más posible a las aceras, ocuparan espacio de las ya estrechas calles. La situación hizo que mi calle, que antes tenía circulación bidireccional, se tornara unidireccional.
Mientras manejaba cuidadosamente por ese único carril, ocurrió el suceso de esta historia. Fue como una aparición que se presentó frente a mí. Moviendo sus bastones de esquí y sonriendo con euforia, un esquiador callejero aceleraba de frente hacia mí. Uno de los dos tenía que desviarse, y en ese mismo instante. Giré mi automóvil sedán hacia la acera, cerca de donde estaba estacionada una camioneta SUV. Me le acerqué demasiado. Entonces escuché el sonido desgarrador de dos carros rozando uno contra el otro, y me ericé. A mi izquierda, el esquiador pasó junto a mi carro sin darse cuenta de lo que había ocurrido, con la misma sonrisa y euforia. Miré a mi alrededor y vi que no había testigos, encendí el motor y manejé lejos de ahí. Sí, huí de la escena.
Sin testigos a la vista– ¡Me fui! Aliviada, pero enojada con ese esquiador imbécil. Poniendo en peligro a todos los que pasan por su camino… Qué idiota… Tonto… Cabeza hueca. Mira lo que me hizo hacer—Por su culpa choqué un auto y me fui. En medio de mis pensamientos insultándolo y responsabilizándolo por lo que hice, sentí algo de culpa. Mi consciencia estaba haciendo lo posible para que yo no ignorara mi parte en esta situación. ¿Acaso no fui yo la que chocó la camioneta? ¿Acaso no fui yo la que huyó cuando notó que nadie había visto nada? Pero ignoré todo eso. Echarle la culpa al esquiador callejero era más placentero.
Sin embargo, día tras día, mi miseria crecía. Debido a lo cerca que estaba de mi casa, tenía que manejar todos los días por el lugar donde choqué la camioneta, a veces varias veces en un mismo día. Pasaba junto a esa camioneta negra SUV, estacionada siempre en el mismo lugar. El solo verla me obsesionaba, hasta que un día, quise verla de cerca. Con una indiferencia fingida, caminé lentamente cerca de la escena. Una tristeza se apoderó de mi corazón. A lo largo de toda la puerta del conductor de la camioneta, había una raya blanca y estrecha. Ese rayón había sido causado, sin duda, por el retrovisor de mi automóvil sedán blanco.
Mi mente empezó a dar vueltas. Eso no es nada… Un retoque de la pintura y ya, queda arreglado… El trabajo de carrocería es demasiado caro… Me dejará en quiebra… El dueño debe tener dinero, con semejante camioneta… No voy a darle un centavo de mi dinero para que lo arregle.
Entonces, mis pensamientos dieron un giro. ¿Y si el dueño es joven, o alguien que había pedido prestada esa camioneta? ¿Y si es un empleado de la guardería de la esquina y solo le pagan el salario mínimo? ¿Y si es alguien que no puede pagar por este daño, y no tiene cómo responder al dueño enojado?
Por alguna razón, pensar en esto me detuvo. Aunque fuese una situación imaginaria, pensar en alguien joven y trabajador que tuviera que sufrir por lo que yo había hecho conmovió mi corazón. También amplió mi perspectiva. Por primera vez después del incidente, de hecho estaba considerando las dificultades de otros y no sólo la mía. Estaba consternada de que mis acciones podrían hacerle daño a alguien más. Y me preguntaba cómo podría remediar mi error y compensarlo.
Aún así, estaba atascada, obsesionandome y conjeturando. Me convencí a mí misma de que la víctima, una vez supiera que yo había rayado su auto, intentaría sacarme una cantidad exagerada de dinero; o que se aparecería en la puerta de mi casa para amenazarme. Yo estaba hecha un desastre. La ansiedad y el miedo invadían mi sueño nocturno. Finalmente, supe lo que tenía que hacer. Tenía que ir a confesarme.
Dejé salir todo. El Padre fue muy amable pero firme. Cuando dejé el Confesionario, seguía estando asustada y ansiosa, pero ya no me sentía atascada en el mismo lugar. Estaba determinada a tomar acción.
Escribí esta nota, que incluía mi información personal: Soy la conductora que dejó el rayón blanco en su puerta hace un par de semanas. Por favor llámeme para hablar sobre las reparaciones. Pero cuando fui a colocarla en el parabrisas de la camioneta, mi vida dio otro giro inesperado: la SUV no estaba. Así es. Por primera vez en más de tres semanas, la SUV negra no estaba en su lugar usual de estacionamiento. No se le vio ese día, ni el siguiente, ni el siguiente a ese. Hasta el día de hoy, desde que escribí la nota, no he vuelto a verla.
¿Qué puedo decir? ¡Pienso que Dios me dio un gran respiro! A pesar de que ignoré a mi consciencia por un largo tiempo e hice las cosas a mi manera, una vez que fui a confesarme, el Señor me bendijo con la mayor paz mental que había tenido en semanas. Y me dio el coraje y la voluntad de hacer lo que tenía que hacer. Supongo que Dios, en Su Misericordia, estuvo satisfecho con mi nota. Sabía que quería hacer las cosas bien esta vez. En cualquier caso, a pesar de no haberlo merecido, ¡El Señor me permitió que esa SUV desapareciera sin dejar rastro!
A todos nos pasa que los “esquiadores imbéciles” de este mundo nos hacen descarrilar de nuestro camino. Y todos accidentalmente causamos daños que no teníamos la intención de causar. Sin embargo, no tenemos que empeorar las cosas. La próxima vez que un esquiador callejero venga hacia mí, o la próxima vez que yo tenga un accidente, no necesito empeorar las cosas huyendo. Yo me convertiría en la cabeza-hueca de la historia si fallo en hacerme responsable ante Dios, hablarle de lo que pasó, y permitirle que forme parte de la solución del problema. Seré la tonta de la historia si olvido que los remedios de Dios siempre son mucho mejores que los míos.
Margaret Ann Stimatz is a retired therapist currently working to publish her first book “Honey from the Rock: A Forty Day Retreat for Troubled Eaters”. She lives in Helena, Montana.
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