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La belleza atemporal ya no es un sueño lejano
Nuestro anhelo de lucir atractivos es universal; desde los tiempos bíblicos, hombres y mujeres por igual han tratado de embellecer sus cuerpos a través del aseo, la dieta, el ejercicio, los cosméticos, las joyas, la ropa y otros adornos. Debido a que estamos hechos a imagen y semejanza de nuestro creador, quien es “la belleza”, no es de extrañar que aspiremos a manifestar aspectos de su hermosura en nuestra apariencia física; en efecto, glorificando a Dios en nuestros cuerpos, como se nos exhorta a hacerlo en 1 Corintios 6, 20.
Sin embargo, nuestra actual era secular difunde nuestras deficiencias cada día: no somos lo suficientemente bonitos, no somos lo suficientemente guapos, o delgados, jóvenes, elegantes, etc. Cada año, los consumidores susceptibles a este deseo, compran cantidades excesivas de cosméticos, productos de belleza y servicios relacionados e innecesarios; lamentablemente, las cirugías invasivas, inyecciones, rellenos y otros procedimientos cosméticos dudosos son cada vez más comunes, incluso entre los menores de cuarenta años.
Como cristianos viviendo en el mundo, sin ser del mundo, ¿cómo podremos aspirar a esa belleza? San Agustín, lidiando con esa misma pregunta hace siglos, nos dio esta respuesta eterna en una antigua homilía: «Amando a Aquel que siempre es hermoso, y en la medida en que el amor crezca en ti, en la misma medida crecerá tu belleza; porque la caridad es verdaderamente la belleza del alma» (“Diez homilías sobre la Primera Epístola de Juan”, Novena Homilía, párrafo 9).
La verdadera belleza emana del amor que brilla en nuestros ojos, la «lámpara del cuerpo» (Lucas 11, 34), no del color de nuestro cabello o labios. De hecho, Jesús nos llama «la luz del mundo» (Mateo 5, 14); nuestras sonrisas deben irradiar su amor e iluminar la vida de los demás. En última instancia, la belleza de nuestro testimonio cristiano debe atraer a otros a la belleza de Cristo y de su Iglesia; esa es nuestra misión principal en la vida terrena.
Sin embargo, aunque nuestros espíritus están dispuestos, nuestra carne a veces sucumbe al falso evangelio de insuficiencia del mundo. Durante esos momentos de vulnerabilidad humana, me siento animada por el mensaje inequívoco de Dios en el Cantar de los Cantares: «¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay defecto en ti!» (4, 7).
Si bien pude haber usado mi cuerpo durante varios años, estoy agradecida de haber vivido lo suficiente para recibir la «corona» gris de mis canas (Proverbios 16, 31), aunada a mis arrugas, que representan una multitud de experiencias y bendiciones que nunca cambiaría por una piel suave.
Tal vez eres madre y tu figura ha cambiado con el embarazo, pero tu cuerpo es milagroso: concibió, llevó y dio a luz a un hijo de Dios; ¡regocíjate en tu fecundidad que ha aumentado su reino!
Tal vez eres un adolescente, y tu cuerpo está experimentando cambios incómodos, y para complicar las cosas, quizá sientas que no encajas y no seas de los “populares”; pero tú eres una obra de Dios en proceso, una obra maestra que Él está siempre perfeccionando para cumplir su misión especial en esta vida. En cuanto a las personas «populares», puedes rezar por ellas, sólo Dios sabe las inseguridades que puedan cargar.
Tal vez eres de mediana edad y has aumentado algunos kilos de más a lo largo de los años, o tal vez siempre has luchado contra la obesidad; aunque la dieta y el ejercicio son importantes para lograr y mantener un cuerpo sano, Dios te ama exactamente como eres; sé paciente contigo mismo y confíate a sus manos gentiles.
Tal vez estás luchando contra una enfermedad como el cáncer y estás sufriendo los efectos visibles de un tratamiento; mientras tu cuerpo flaquea, Cristo lleva la cruz contigo; ofrece tu sufrimiento con Él, y Él te dará suficiente fuerza y resistencia para convertirte en un faro de esperanza para aquellos que te rodean y enfrentan sus propios desafíos. Que tu consuelo sea la buena obra de Dios realizada a través de tu valiente ejemplo.
Tal vez tengas cicatrices permanentes o desfiguración por un problema de salud anterior o actual; puedes consolarte sabiendo que las marcas de viruela de Santa Kateri desaparecieron milagrosamente después de su muerte; de hecho, en nuestro verdadero hogar del cielo, Cristo transformará nuestros débiles cuerpos para que sean como su cuerpo glorioso (Filipenses 3, 20-21), y brillaremos como las estrellas (Daniel 12, 3).
Por ahora, somos como Dios nos quiere; no tenemos que cambiar nuestro exterior o mejorar la belleza que Él ya nos ha dado; debemos aceptarnos tal como somos y amarnos como somos. Lo más importante que podemos hacer es amar a Jesús. En la medida que nuestros corazones estén llenos de su amor, nuestros cuerpos reflejarán su belleza.
Pero este no es un concurso de belleza; aunque el mundo típicamente opera bajo el principio de la escasez, para que sintamos que debemos competir para obtener nuestra justa parte, Cristo actúa según el precepto de la providencia, para que siempre haya lo necesario y a veces un poco más: «al que tiene, más se le dará» (Mateo 13, 12). Si confiamos en el Señor que «viste los lirios» (Mateo 6, 28), estaremos satisfechos con el cuerpo que Dios nos ha dado; además, reconoceremos que nuestra belleza dada por Dios no solo es suficiente, sino generosa.
Así mismo, esta no es una competencia sobre quién se ve mejor; aunque a menudo nos sentimos tentados a compararnos con los demás: somos irrepetibles. Dios no nos formó en el vientre de nuestra madre para parecernos a cualquier otra persona; de hecho, cada uno de nosotros se encuentra en un punto distinto de una travesía que nos llevará a convertirnos en espejos visibles de la belleza consumada de Jesucristo: Así es como nuestro Padre Dios nos ha adornado a la perfección.
La próxima vez que te mires en el espejo, recuerda que el Señor te ha creado maravillosamente bien, y que se deleita al ver cómo reflejas su belleza.
Donna Marie Klein is a freelance writer. She is an oblate of St. Benedict (St. Anselm’s Abbey, Washington, D.C.).
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