Trending Articles
Es fácil quedar atrapado en lo ordinario y perder de vista el propósito. Donna nos recuerda por qué debemos resistir.
Solía pensar que si alguna vez hacía un compromiso espiritual serio y me embarcaba en un camino discernido hacia la santidad, cada día estaría lleno de momentos santos, y todo lo que surgiera, incluso las adversidades, serían consideradas motivo de gozo (cf. Santiago 1,2). Pero la vida espiritual, de hecho, la vida en general, no es así.
Hace unos diez años me hice oblata de san Benito. Al comienzo de mi oblación, a medida que mi vida de oración se profundizaba y mis ministerios se hacían más fructíferos, las posibilidades de la perfección cristiana parecían infinitas.
Pero la tentación de juzgar a los demás haciendo comparaciones que no les favorecían, comenzó a pisarme los talones. Cuando los miembros de mi familia rechazaron abiertamente algunas de las enseñanzas fundamentales de la Iglesia católica, yo me sentí rechazada por extensión. Cuando un compañero oblato cuestionó mi testimonio público en apoyo de la santidad de la vida, ¿acaso no sabía que los corazones y las mentes sólo han cambiado a través del amor incondicional, no de críticas veladas? —Me sentí como una farisea sosteniendo mi cartel.
Por desgracia, aunque nunca dudé de mi decisión de convertirme en oblata, la comprensión de mi indignidad básica me desinfló el ánimo. Cuánto ansiaba redescubrir esa embriagadora sensación de libertad interior y alegre dinamismo, que surgía de la creencia de que mi fe católica, vivida bajo la guía de la Regla de san Benito, podía mover montañas. Irónicamente, la sabiduría de un rabino del siglo XX me ayudó a encontrar el camino al señalarme la directiva probada por el tiempo: «¡Recuerda por qué empezaste!».
En el libro “Grandeza moral y audacia espiritual”, el pastor judío Abraham J. Heschel sugiere que la fe no es un estado constante de creer de manera fervorosa, sino más bien una lealtad a los momentos en los que alcanzamos esa fe tan ardiente. En efecto, «yo creo» significa «yo recuerdo».
Comparando los momentos santos con «meteoros» que estallan rápidamente y luego desaparecen de la vista, pero «encienden una luz que nunca se extinguirá», Heschel exhorta a los creyentes «a guardar para siempre el eco que una vez estalló en lo más profundo de su alma». La mayoría de nosotros podemos recordar haber experimentado estas “estrellas fugaces” en momentos significativos de nuestra vida de fe, cuando nos sentíamos elevados y exaltados, tocados por la gloria de Dios.
1. Mi primer recuerdo de este tipo se produjo cuando tenía siete años, cuando vi La Piedad de Miguel Ángel en la Exposición Universal de Nueva York. Aunque había hecho mi primera comunión a principios de ese año, la belleza de la escultura de mármol blanco de la santísima Virgen con el cuerpo sin vida de Jesús en su regazo, contra un fondo celestial de color azul medianoche, me impactó con una conciencia más profunda del sacrificio y el amor que por mí entregaron tanto Jesús como María, que cualquier cosa que hubiera recitado en el catecismo. La siguiente vez que recibí a Jesús en la Eucaristía, lo hice con mayor comprensión y reverencia.
2. Otro momento transformador ocurrió durante ¡una clase de baile de salón! Cristo, después de todo, es “El Señor de la Danza” en el himno del mismo nombre. En los escritos del monástico católico Thomas Merton, Dios es el «danzador» que nos invita a cada uno de nosotros a unirnos a Él en una «danza cósmica» para lograr la verdadera unión (en la serie sobre “Espiritualidad Moderna”). Cuando el instructor se asoció conmigo para demostrarme el foxtrot, bromeé nerviosamente diciendo que tenía dos pies izquierdos, pero él simplemente dijo: «Sígueme». Después de mi tropiezo inicial, inmediatamente me jaló para que no tuviera espacio para fallar. Durante los siguientes minutos, mientras me deslizaba sin esfuerzo por la habitación siguiendo su estela, balanceándome una y otra vez al ritmo que Frank Sinatra cantaba “Fly me to the moon”, de manera implícita entendí cómo sería estar en sintonía con la voluntad de Dios: ¡estimulante!
En las Escrituras, Dios claramente creó momentos de trascendencia para fortalecer nuestra fe en tiempos de prueba: la transfiguración del Señor es un excelente ejemplo. Esa memoria de Cristo manifestando toda su deslumbrante gloria, ciertamente proporcionó a los discípulos un contraste necesario ante el horror y la vergüenza de su ignominiosa muerte en la cruz. Así mismo, imparte para nosotros una visión esperanzadora de nuestra gloria futura “pase lo que pase”. Seguramente el recuerdo de las palabras de su Padre: “Éste es mi Hijo amado; en Él estoy muy complacido; ¡escúchenlo!” (Mateo 17,5) sostuvo y consoló a Jesús hombre, desde Getsemaní hasta el calvario.
De hecho, el «recuerdo» es un tema preeminente en la narrativa de la pasión. Cuando Jesús instituyó la Eucaristía en la última cena, estableció el memorial más importante de todos los tiempos y de la eternidad: el santo sacrificio de la misa. Cuando Jesús en la cruz prometió recordar en el paraíso al buen ladrón que creyó en Él en la tierra, el mundo suspiró aliviado. Por eso el recordatorio de san Benito de “y no desesperar nunca de la misericordia de Dios” es la herramienta espiritual final y más fundamental de su Regla. Porque aun cuando nosotros, como el buen ladrón, sabemos que tenemos profundos defectos, podemos estar seguros de que Cristo nos recordará porque lo recordamos a Él; en otras palabras: ¡creemos!
Porque no existe una vida perfecta en la tierra. Sin embargo, hay momentos perfectos y brillantes ubicados entre momentos ordinarios, a menudo difíciles, que iluminan nuestro camino «deslizando» nuestros pasos hacia el cielo, donde «jugaremos entre las estrellas».
Hasta entonces, ¡amemos en memoria de Él!
Donna Marie Klein is a freelance writer. She is an oblate of St. Benedict (St. Anselm’s Abbey, Washington, D.C.).
Want to be in the loop?
Get the latest updates from Tidings!