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Cuando era una adolescente, hice lo que todo adolescente intenta hacer: traté de encajar. Sin embargo, tenía la sensación de que no era como mis compañeros. En algún momento del camino, me di cuenta de que mi fe era lo que me hacía diferente. Sentía resentimiento hacia mis padres por darme esto que me no me permitía ser como los demás. Me volví rebelde y comencé a ir a fiestas, discotecas y clubes nocturnos.
No quería orar más; solo quería toda la emoción de maquillarme, vestirme, soñar despierta sobre quién iría a las fiestas, bailar toda la noche y, sobre todo, simplemente «encajar allí».
Pero al llegar a casa por la noche, sentada sola en mi cama, me sentía vacía por dentro. Odiaba a la persona en la que me había convertido. Era una paradoja total: no me gustaba quién era y, sin embargo, no sabía cómo cambiar y convertirme en mí misma.
En una de esas noches, mientras lloraba sola, recordé la sencilla felicidad que tuve de niña al saber que Dios y mi familia me amaban. En aquel entonces, eso era lo único que importaba. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, oré. Lloré ante el Señor y le pedí que me devolviera esa felicidad.
En cierto modo le di el ultimátum de que si Él no se mostraba a mí el próximo año, nunca volvería a Él. Fue una oración muy peligrosa pero, al mismo tiempo, muy poderosa. Dije la oración y luego me olvidé por completo de ella.
Unos meses más tarde conocí la Misión de la Sagrada Familia; una comunidad residencial donde las personas asisten para aprender sobre su fe y conocer a Dios. Había oración diaria, vida sacramental, confesión frecuente, rosario diario y Hora Santa. Recuerdo haber pensado: «¡Eso es demasiada oración para un solo día!» En ese momento, apenas podía dedicarle cinco minutos de mi día a Dios.
De alguna manera, terminé llenando la solicitud para integrarme a la Misión. Todos los días me sentaba en oración frente a Jesús Eucaristía y le preguntaba quién era yo y cuál era el propósito de mi vida. De manera lenta pero segura, el Señor se reveló a mí a través de las Escrituras y al pasar tiempo en silencio con Él. Gradualmente recibí sanidad de mis heridas internas y crecí en oración y relación con el Señor.
De la adolescente rebelde que se sentía totalmente perdida, a la gozosa hija de Dios, pasé por una gran transformación. Sí, Dios quiere que lo conozcamos. Él se muestra a nosotros respondiendo fielmente a cada oración que elevamos.
Patricia Moitie
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