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Ago 13, 2019 2684 0 Shalom Tidings
Encuentro

CUANDO DIOS ME HABLÓ

Si tuviera que confesar –incluso a mi amiga más íntima – que escuché una voz que me guio, me consoló o me castigó, sin duda estaría viendo una elevación de cejas, o dos.

El mundo de hoy considera extrañas a las personas que admiten escuchar una voz de vez en cuando, sin embargo, en el Libro de Jeremías (7,23) el Señor dice: “Escuchen mi voz, y yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo.Caminen por el camino que les indiqué para que siempre les vaya bien". El Salmo 95, 7-8 nos recuerda: "Ojalá pudieran escuchar hoy Su voz. No endurezcan sus corazones»

Jesús nos dice que Él es el buen Pastor, y en el Evangelio de Juan (10,27) nos dice: "Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás." Dios nos habla. Él nos dice que nos habla y que debemos escuchar.

Como cristianos que vamos de camino por esta vida mundana, ¿por qué nos incomoda pensar que podríamos tener un verdadero encuentro al escuchar la voz de Nuestro Señor? ¿Cómo saber si estamos escuchando la voz de Dios? ¿Cómo podemos reconocer que el buen Pastor nos habla? Creo que Dios se acerca a nosotros de maneras que podemos comprender; también creo que hay muchas historias que nos dicen que actualmente la gente lo escucha y reconoce Su voz.

Una historia en particular tuvo lugar un viernes de junio del 2007. En el Condado de Sacramento, California, la temperatura exterior se había elevado a más de 39 grados centígrados. Era un día muy claro y soleado, sin nubes que filtraran el abrazante sol ardiente. Los viernes eran los días en que salía a hacer una gran compra de alimentos. Era una vieja tradición (sin importar lo que pasara durante la semana) que nuestra familia se reunía los viernes por la noche, preparábamos palomitas y veíamos una película juntos, y lo mejor era el final porque terminábamos comiendo un gran bote de helado, y como casi nunca lo comíamos entre semana, mi familia ansiaba la cremosa golosina. Aquella noche de viernes no sería diferente, especialmente porque con el clima tan
caliente, se deseaba mucho más.

Mi intención era llegar al supermercado, hacer las compras rápidamente y regresar a casa lo antes posible antes de que el intenso calor calentara mi auto e hiciera que los productos perecederos se cocinaran o se calentaran durante el camino a casa; pero una cosa son las buenas intenciones y otra las cosas que suceden, lo que a veces resulta en historias interesantes.

Momentos de prueba

En ese entonces nuestro hijo era adolescente -y estoy segura de que la mayoría de los padres de jóvenes estarán de acuerdo conmigo- puede resultar todo un desafío convencer a un joven de que lo que más les interesa a ellos, lo tiene uno como padre en el corazón. Sabemos por experiencia que prohibirles ir a ciertos lugares o hacer cosas que podrían resultar potencialmente dañinas para ellos, puede ser una gran prueba, y el caso con nuestro hijo no era la excepción.

El jueves anterior, por la noche, las cosas no habían ido tan bien como hubiéramos querido. No habíamos
mantenido “un ojo” a ciertos aspectos de su bienestar, y después de una larga discusión, fue claro que por su bien, teníamos que ejercer un correcto juicio como padres, pero lo menos que puedo decir es que él se opuso contundentemente. A la mañana siguiente salió rumbo a la escuela haciendo una rabieta típica de su edad, y yo, con la angustia en el corazón, me apuré para ir a hacer las compras de la semana.

Esa fue la primera oportunidad del día que tenía para estar sola con mis pensamientos, y más importante aún, a solas con Dios. Mientras iba en el auto hacia el supermercado, comencé a platicar con Dios sobre mis frustraciones de madre, la incapacidad que sentíamos mi esposo y yo de entendernos con nuestro hijo. Conforme me iba acercando a la tienda, la conversación se hacía más profunda. Entré a la tienda de prisa, pero seguía en oración. Con la lista en mano, iba eligiendo las cosas y poniéndolas en el carrito, y en cada pasillo, el carrito y mis oraciones se hacían más pesadas. Ahora que lo pienso, era casi un monólogo; yo necesitaba desahogarme con Dios pero en realidad no le había dado la oportunidad de contestarme nada de
aquello que angustiaba mi corazón.

Orden inconfundible

Mi lista estaba ya casi terminada cuando escuché una suave y directa voz que me decía: “Ven a verme.” Me paré de inmediato a mitad del pasillo para procesar lo que acababa de escuchar. Seguramente me había equivocado. Tengo que admitir que estaba un tanto temblorosa, y mi oración cambió rotundamente pidiéndole a Dios que me protegiera. Miré un poco a mi alrededor, ordené mis pensamientos y continué lentamente hacia la sección de congelados para elegir el producto más importante de la lista: el helado.

Volví a escuchar: “Ven a verme.” La voz era gentil, tranquila y alentadora. De alguna manera sabía que era Dios pidiéndome que fuera a verlo, pero me sentía confundida. ¿Cómo podía ir a verlo? ¿Cuándo y dónde podría ir a verlo? ¡No entendía! Casi tan pronto como terminé de hacer las preguntas, obtuve la respuesta; por tercera ocasión escuché: “Ven a verme.” En esta última, la voz tenía un tono más firme y autoritario.

Tenemos una iglesia que ha sido bendecida con una Capilla de Adoración, en donde Nuestro Señor sacramentado está esperando a todo aquél que quiera visitarlo. Sabía, sin lugar a dudas, que allí era donde Él quería que fuera a verlo, y también sabía que quería que lo hiciera de inmediato. Pero, ¡espera! Mi mundo espiritual y mi mundo mundano estaban a punto de colisionar: ¡tenía un carrito lleno de alimentos con productos perecederos y congelados, y además llevaba helado! “¡Señor, afuera está a 39° centígrados! Si voy a verte ahora, mi comida se echará a perder con el auto hirviendo. Es más, ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo? ¡Me tundirán en mi casa si regreso con un helado derretido! De por sí ya la traen conmigo después de lo de anoche, y el helado es lo único que tengo ahora para apaciguar la tensión con nuestro hijo.”

Entonces comencé a regatear con aquella ‘Voz’: “Está bien. Iré a verte después de ir a dejar todos los alimentos en la casa; iré a la Capilla de Adoración.” Nada; no escuché absolutamente nada. Sin embargo, sabía que había escuchado la voz de mi Pastor y sabía que Él quería que yo le obedeciera. Quería que yo confiara en Él.
Terminé de hacer mis compras, puse todas las bolsas en el auto que fácilmente estaba a más de 40 grados, y por obediencia me dirigí hacia la Capilla de Adoración, tratando de resignarme con el hecho de que la obediencia a Su voz era mucho más importante que mis compras. Iba planeando cómo explicar humildemente a mi familia lo que había ocurrido y aceptar las consecuencias. Durante los 20 o 30 minutos que pasé con el Señor, me guio y me consoló por los sucesos con mi hijo, y mi espíritu se sintió lleno de paz sabiendo que todo saldría bien. Le agradecí al Señor y salí hacia el auto que estaba hirviendo. Me enfrenté a la realidad de que la mayoría de los alimentos probablemente tendrían que tirarse al llegar a la casa.

El derretimiento

Me tardé al menos otros diez minutos para poder abrir la puerta de mi garaje. Eché un vistazo a las cosas, ypensé que primero tendría que sacar la bolsa con el helado derretido. Cogí el cartón de helado de la bolsa, y todo mi cuerpo se enchinó como carne de gallina. ‘¡Un momento!, ¿quéee?’ No podía creer lo que mis manos habían sentido. ¡El helado no estaba derretido, ni siquiera un poco tibio! De hecho, ¡parecía roca sólida! ¡Estaba más congelado que cuando lo saqué del congelador en el supermercado! ¿Cómo era posible? Saqué más bolsas y frenéticamente empecé a buscar las bolsas de las carnes, los quesos, la leche y las verduras congeladas, las cuales se mantenían intactas. No había señal alguna de calentamiento o daño por el calor.
No era la primera vez que compraba con aquel clima tan caliente, y sabía lo rápido que pueden derretirse los congelados. Entonces comprendí y empecé a llorar. Gruesas lágrimas rodaban por mis mejillas, y caí de rodillas sobre el piso del garaje alabando a mi Dios. “Gracias, Señor. ¡Soy tan tonta!” Y pensé, ‘Él me ama, me ama tanto que cuidó de mí y cuidó mis alimentos. ¿Cómo pude preocuparme tanto por esto o por cualquier otra cosa? ¿Acaso no sabía con quién estaba hablando? ¡El Gran YO SOY! ¡El Creador del universo, el buen Pastor! Y si Él pudo evitar que muriera para toda la eternidad, seguro que también pudo evitar que mis alimentos se echaran a perder en una hora. ¡Qué duda cabe!’

Con los años he reflexionado muchas veces esta historia, y me doy cuenta de que aún hay muchas lecciones que aprender de ella. Gracias a la confianza y la obediencia a Su voz, Dios me confirmó que aquella voz que había escuchado era la de Él, pero yo necesitaba confiar para que Él se me revelara, y una vez que lo hizo, mi confianza aumentó mucho más. Las complejidades e intimidades de esa relación de confianza siguen creciendo y también mi fe.

He compartido esta historia una que otra vez, pero no faltan una o dos cejas levantadas. Sin embargo, al seguir compartiendo mi experiencia, tengo la certeza de que otros podrán compartir historias semejantes, y le pido a Dios que para los cristianos resulte normal platicar sin tapujos cómo la voz de Dios les ha hablado en su vida. Jesús dice: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Les doy vida eterna y ellas jamás perecerán”. ¡Yo quiero eso! Por eso, estoy escuchando, Señor.

Dios mío: te reconozco como mi verdadero Pastor. Hoy abandono en tus manos mi vida, todos mis problemas y ansiedades. ¡Ayúdame a confiar en tí, oh Señor, con todo mi corazón y a que no me confíe de mi propio entendimiento! Cuando esté confundida(o), permíteme escuchar de nuevo tu voz diciendo, ‘éste es el camino, síguelo.’ Amén.

 

 

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